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miércoles, diciembre 02, 2009

LA BATALLA DE MONTECASSINO Y LA DESTRUCCIÓN DEL MONASTERIO BENEDICTINO.

A PROPÓSITO DE LA BATALLA DE MONTECASSINO.

Es impresionante la analogía que aparece entre los bombardeos aliados –durante la Segunda Guerra Mundial- sobre los testimonios histórico-arquitectónicos simbólicos de la Cultura Europea Occidental Cristiana (como el Monasterio de Montecassino) y los bombardeos norteamericanos –durante la invasión a Irak- de los testimonios histórico-arquitectónicos simbólicos de la Antigua Cultura Oriental Babilónica de Irak.

¿A que se debe el ensañamiento anti-cultural del imperialismo capitalista norteamericano?
¿Expresa una voluntad de arrasar con la riqueza de la diversidad cultural del planeta Tierra para que así ya no haya obstáculos tradicionales al libre dinamismo del mercado cosmopolita apatrida?

A continuación una descripción histórica de LA BATALLA DE MONTECASSINO que ejemplifica la primera de las situaciones analogadas precedentemente.
PETRAS.


Transcrito de El Pampero Americano Nº 19
pampeamericano@yahoo.com.ar

La batalla de Montecassino y la destrucción del monasterio benedictino (parte 2)

Por F. v. K.


«Qué mayor gloria que salir de la batalla coronados de laureles. Pero cuánto más grande la gloria de conquistar sobre el campo de batalla una corona inmortal».
San Bernardo de Claraval, De laude nova militiae.
¿Cuáles fueron las estrategias de los antagonistas? ¿De quién la victoria? Dirán que de los aliados, como muestran los hechos, puesto que tomaron Roma. ¿Será así? ¿La historia lo convalida?
Churchill, Hitler y Stalin convergían sobre un punto. El primero quería desembarcar en los Balcanes, avanzar desde allí hacia el corazón de Europa oriental para tomar contacto con el Ejército Rojo y proceder juntos a la conquista de Alemania. Su hijo Randolph estaba por eso en Yugoslavia, trabajando en el Estado Mayor del mariscal Tito. Stalin lo veía con desagrado porque complicaba sus intenciones de dominar en soledad Polonia y demás países euro-orientales.
Hitler, con terrible intuición, percibía esta sorda enemistad y alimentaba tenues esperanzas sobre sus consecuencias. Algo de cierto había: Churchill quería derrotar a Alemania sin acrecentar el triunfo estratégico de Stalin. Pero en algo coincidían los tres: en que a Roosevelt, indiferente a estas sutilezas, sólo le importaban la derrota del fascismo, la rendición incondicional del Reich, su posterior desguace y la instauración planetaria del paraíso comercial con la sociedad de consumo. La correspondencia Churchill-Tito deja claras estas vicisitudes. Stalin, siempre desconfiado, respondía dejando entrever posibles acuerdos secretos de armisticio con Alemania a través del gobierno sueco. Ello terminó por inclinar a Churchill a la estrategia aliada de dividir Alemania y entregar Europa oriental y central a los soviets.
El sordo enfrentamiento Churchill-Stalin promovió no obstante esperanzas en políticos y militares del Eje, incidió sobre la caída del gobierno de Mussolini, alentó atentados internos contra Hitler y expectativas del gobierno polaco exiliado en Londres. Pues a la inteligencia aliada le interesó difundir esta especie incluso entre las propias filas.
Así las cosas, pensó Churchill que una rápida conquista de Italia, vía armisticio con el gobierno Badoglio, y un derrumbe alemán en el Adriático, más la pronta conquista de Roma, podían llevarlo hacia la frontera de Croacia y a una nueva carta de negociación sobre Europa central. De ahí su amargura por el lento avance aliado en el sur italiano y sus permanentes reproches a Alexander. «Comprendo que el enemigo es duro, pero tendría Ud. que explicarme –le dice en carta referida a la línea Gustav y a Anzio– cómo, pese a nuestra superioridad, estamos haciendo el ridículo. ¡Esto no es posible!».
Hacia la segunda mitad de 1943 era evidente para los jefes alemanes que sus fuerzas se habían convertido en una suerte de cuerpo de voluntarios que recorrían Europa apagando incendios. Muy poco frente a un adversario que, por disponer de más del 80% de las tierras habitables del planeta, concentraba inmensidad de hombres y materiales.
El pesimista Rommel y el optimista Kesselring lo sabían, tanto como el jefe de estado mayor de Kesselring, gral. Westphal (uno de los mejores de este nivel en toda la guerra), el veterano gral. von Vietinghof, comandante de la línea Gustav, y el del frente en Cassino, Frido von Senger und Etterlin.
Pero también lo sabía el alto mando alemán, incluido Hitler, quien no se hacía ilusiones. Esto llevó a un cambio de estrategia: no más Alemania sobre todos, sino una anfictionía de naciones europeas para defender tradición, cultura y economía comunes. Patria era ya el sagrado suelo del continente, frente a un enemigo con intención de someterlo y desmembrarlo. Eso propugnaban los aliados, entendían Senger –que no era nacionalsocialista– y la mayoría de sus pares, convencidos o no por el gobierno o las ideas de Hitler. De allí la feroz tenacidad con que se luchó desde 1944, también en Montecassino por supuesto.
El entorno
Al pie del monasterio, rodea al pueblo de Cassino una geografía como a propósito para defender Roma desde el sur. Los montes Abruzzos lo separan al este del Adriático y los Aurunci al oeste del Tirreno. La via Cassilina (hoy ruta 6) y la Appia (actual 7) forman cuellos de botella en el paso hacia el norte. Lugar ideal para la plaza fuerte que fue a través de los siglos. El Garigliano, el Liri y el Rápido, torrentosos ríos de montaña, trazan una red que dificulta los movimientos. Tal el escenario para las batallas desarrolladas entre enero y mayo de 1944, del que los aliados descontaban apoderarse sin embargo en menos de un mes.
Kesselring convenció a Hitler de efectuar retiradas estratégicas que aparentaban derrotas, en lugar de fortalecerse sólo en los Apeninos, según Rommel quería. Así ganaba tiempo e impedía utilizar media Italia como portaviones para un bombardeo devastador al suelo del Reich. Con tal fin formó dos grandes líneas defensivas, Gustav en los Abruzzos y Gótica en los Apeninos. Y entre estas dos, la Adolf Hitler, entre la Gustav y Roma, y la César en torno de Roma misma.
Dice el gral. Fuller en su Historia Militar de la guerra: «Los alemanes obtenían lo que deseaban: demorar a su enemigo haciendo pie en una de las posiciones geográficas más fuertes de toda Italia. Acertadamente Eisenhower propuso aferrar a los alemanes con un ataque frontal en Cassino y flanquear su posición con un desembarco en Anzio a 48 km de Roma» Buen plan que fracasó, como veremos.
La primera batalla
El 2 de enero Alexander prepara, en combinación con el desembarco aliado, un ataque a la línea Gustav. Pensaba concluir todo hacia principios de febrero o antes. El VIIIº Ejército inglés de Montgomery lanzaría a la vez un ataque diversivo desde el Adriático. Los aliados disponían de 20 divisiones: 10 ó 12 ante la Gustav y otras 3 para Anzio. Los alemanes, 13 en Italia central bajo el Xº Ejército; el XIVº Ejército Panzer en Italia norte con tres divisiones en formación; el 14º cuerpo Panzer en Roma, con dos divisiones de reserva: la 29ª y la 90ª de Granaderos, reconstituida después de África y ya fogueada en el Adriático. En tanques superioridad aliada abrumadora y en el aire absoluta. Fuera de combate la marina de guerra italiana y bajo control aliado el Mediterráneo, las muy escasas unidades alemanas –con su marina en el Atlántico y el Mar del Norte– sólo podían defender puertos.
El gral. Clark, jefe del Vº ejército aliado recibió orden de atacar, con el 10º Cuerpo inglés por la izquierda, el 2º americano por el centro y el Expedicionario francés (casi todos marroquíes y argelinos) por la derecha a través de la montaña. Mientras el 6º americano desembarcaría en Anzio.
La noche del 17 de enero los ingleses atacaron pues mientras la 36º División Texas (la mejor americana) atravesaba el río Rápido para irrumpir por campos inundados y minados en el valle del Liri, donde los esperaba la 15ª de Granaderos. Fue un desastre. En palabras de un periodista yanqui: «El peor después de Pearl Harbour». Al estallido de las minas, se sumó el fuego de la artillería y las ametralladoras alemanas, especialmente precisas y mortales. El 18 del mes, el 143º regimiento logró cruzar el Rápido y quedó aislado; sus mandos le negaron permiso de retirada y perdieron todos los jefes de compañía. El 22 fueron rechazados, los que sabían nadar, al otro lado del río. La división Texas, eliminada como fuerza de combate, había perdido en pocos días 1.681 hombres y dejado 875 prisioneros. Tras la guerra los sobrevivientes procesaron por incapacidad al gral. Clarck. Aunque absuelto, la sospecha al respecto permanece, por los errores que cometió también en Anzio, aunque la ayuda del gral. Lucas fue en este caso decisiva. El día 28, el 133º y 168º regimientos americanos tuvieron un éxito: tomaron el poblado de Cairo, al pie del monte, con prisioneros alemanes y el comando completo del 131º de Granaderos, que tanta resistencia ofreciera. Pero el 10º grupo inglés fue frenado en la cabeza de puente de Garelano y ya no pudo avanzar. Sólo consiguió parcialmente su objetivo el gral. Juin con sus marroquíes, que pusieron en peligro las defensas al este de Cassino, y únicamente fueron rechazados después de feroces combates cuerpo a cuerpo. Kesselring recibió un lacónico parte de batalla: «Los destacamentos de asalto del enemigo que cruzaron el río han sido aniquilados. Las defensas al Este de Cassino han sido recuperadas».
Desembarco en Anzio-Nettuno
Esta es la operación que debía acabar con Kesselring. El 22, con la batalla en su punto más álgido, el VIº Cuerpo USA a órdenes del mentado Lucas tocó tierra a las 2 de la mañana. La invasión sorprendió completamente a los alemanes. Pocos días antes el misterioso almirante Canaris había tranquilizado en Roma, a Kesselring y Westphall, sobre la imposibilidad, de entonces a dos meses, de un desembarco aliado en la zona. Con algo más de audacia los yanquis habrían tomado los montes Albanos, vecinos a Roma. Pero venciendo el pesimismo y la desesperación de su Estado Mayor, Kesselring sacó sus reservas, hizo venir del norte al gral. von Mackensen con el XIVº Ejército Panzer y detuvo los aliados hasta mayo, es decir, hasta el final. Mientras él organizaba contra reloj esta defensa, sus enemigos, consolidada la cabeza de playa, intentaron tomar los Albanos con los Rangers. Llegaron cerca de Roma, mataron a los centinelas
alemanes, pero tropezaron con un batallón de reserva de la Hermann Goering y efectivos de la 16ª División de granaderos de las Waffen-SS, que los aniquilaron. De los 767, regresaron 6.
Con la llegada de Mackensen comenzaron terribles encuentros en la zona de Anzio, con los montes Albano hacia el oeste, y Cisterna y el canal Musollini hacia el sur. La falta alemana de combustible, (por esos días desesperante) y la omnipresente fuerza aérea aliada, más las dificultades del terreno pantanoso, permitieron a los aliados conservar allí su posición, sin avanzar un solo paso más hacia Roma, pese a su superioridad en hombres y material, hasta la retirada alemana de fines de mayo. Los combates intermitentes en la zona no fueron por eso menos sangrientos: una localidad de la región los recuerda con significativo nombre: «Campo de Carne», pues con ella lo abonaron miles de soldados de ambos bandos. Cabe mencionar que en estos combates ya intervinieron fuerzas de la flamante República Social Italiana de Mussolini: el Batallón Lupo de la Xª Flotilla M.A.S. y el de camisas negras Barbarigo, aniquilado hasta el último hombre. Los recuerda un pequeño monumento, aún hoy visible cerca de dicha localidad.
Segunda fase
Comenzó el 29 de enero. Puntas de lanza: los neozelandeses del gral. Freiberg y los hindúes de Tucker, convocados en misión desesperada. El 31 los marroquíes de Juin conquistaron el monte Abate, movimiento que Senger consideró la amenaza más seria a todo su frente. Hizo por eso entrar en combate efectivos de la 90ª Grenadieren, a órdenes del mayor gral. Baade, que recuperaron el monte, expulsaron a los marroquíes y cerraron la brecha. La inteligencia aliada comenzó entonces a divulgar sospechas sobre el Monasterio.
Diezmado un regimiento inglés y con la estación de tren de Cassino retomada rápidamente por sus defensores, terminó este ataque con un modestísimo avance y la pérdida de más de 10.000 hombres. Mientras el clima helado y muy lluvioso castigaba a los defensores en sus inhóspitas posiciones. Uno de sus soldados comentaba: «Tengo más frío que nunca, poco pan y ninguna comida caliente».
La destrucción del monasterio
Detenida el 4 de febrero la ofensiva en Cassino, empezó a decidirse la suerte del magno edificio, entre serias discusiones sobre la utilidad o inutilidad militar de su destrucción. Kesselring y Senger habían ordenado a sus tropas que por ningún motivo lo ocuparan.
Anota Senger al respecto: «La abadía fue destruida ya terminada aquella batalla que nosotros solíamos llamar la primera de Cassino. Desde el punto de vista militar nunca llegamos a comprender el porqué de su destrucción. Una vez destruida, hubo algunos pequeños ataques, pero en el conjunto la furia de la batalla iba amainando. Yo había subido a la abadía para asistir a la misa de Navidad de 1943 y comprobado que, por disposiciones militares, ni un solo soldado alemán había puesto su pie en terrenos del monasterio. El mariscal Kesselring decretó la neutralidad de la abadía y me pidió que pusiera toda mi atención en que no se dañaran las viejas sedes obispales de Veroli, Alatri y Anagni. Yo estaba encantado de excluir a la archiabadía de mis planes militares. Ni el más rígido soldado quería cargar con la responsabilidad de la destrucción de este monumento de nuestra cultura, tan sólo para obtener una pasajera ventaja táctica».
Por supuesto que en lugares prominentes no se colocan puestos de observación, por demasiado expuestos a la atención destructora del enemigo. Los aliados sabían además que la abadía había quedado fuera de las defensas alemanas por informes del propio Vaticano; el tácito entendimiento alemán-aliado sobre este punto llevó a los monjes a admitir allí cantidad de refugiados. Recordemos sin embargo que, previendo despropósitos, el año anterior, en noviembre, los tesoros del Monasterio habían sido llevados a Roma por camiones alemanes que el 8 de diciembre estacionaron frente a Castel Sant’Angelo para entregarlos.
El 15 de febrero 229 bombarderos americanos le arrojaron en su primer ataque 453 toneladas de bombas. Fue comandada la primera escuadrilla por el Tte. Bradford Evans: su bombardero llevaba el número 666. Poco después otras 650 toneladas fueron arrojadas por aviones en combinación con la artillería. Total, más de 1.100 toneladas de proyectiles sobre el espacio sagrado: la mayor concentración de fuego sobre un blanco fijo en toda la historia. No hay autor que no coincida en que el hecho fue no sólo de un vandalismo feroz, sino pura insensatez táctica y estratégica estupidez. Y del bombardeo se obtuvieron resultados muy opuestos a los militarmente alegados, ya que los edificios se convirtieron en ruinas muy eficaces, ahora sí, para la defensa.
¿Quién o quiénes impulsaron la destrucción? El mando aliado en el frente (Alexander, Clark, Tucker) advertía saobre su inutilidad, mientras enfrentaba informes de la inteligencia y prensa aliada que insistían en reclamarlo. Alexander cuenta en sus Memorias un llamativo incidente: «Un oficial de inteligencia de EE.UU. comunicó haber captado por radio una prueba de que los alemanes se hallaban en el interior del monasterio. La conversación interceptada fue la siguiente: «Wo ist der Abt? Ist er noch im Kloster?»
(¿Dónde está el Abt? Está todavía en el monasterio?). Abt en femenino es abreviación de Abteilung, que significa sección. Pero en masculino significa abad y a él se refería la conversación. Somera alteración idiomática, de qué consecuencias. «El ayudante comprendió su sentido –sigue– al enterarse de la continuación del mensaje: ‘Sind Mönche darinnen?’ (Están allí los monjes?), pero decidió callar».
Los líderes aliados esperaban un apoyo masivo. Sus periódicos descontaban la presencia enemiga en la abadía. Sulzberger, bajo el título «EE.UU. aniquila a los nazis en Montecassino», escribió en el New York Times: «Más de 200 personas, muchas identificadas como soldados alemanes, huyeron de la mole en desintegración, aterrados cuesta abajo». «Como ratas» agregaba la AP. ¿Soldados, o monjes y civiles?
Por primera vez los aliados tomaron por blanco intencional un monumento religioso. «Algo había de extraño en arrojar tan enorme tonelaje de bombas sobre un solo edificio…. para colmo, un monasterio», dicen los periodistas Happgood y Richardson en su libro sobre Montecassino. Otro, Vaugh, afirma que la prohibición de bombardear fue levantada «en parte por mis esfuerzos. Estoy convencido de que todo es culpa de esa maldita abadía, de los delincuentes sentimentales que se aferran a la idea de la Santa Iglesia Romana». Otro más, Evans, escribió: «No recuerdo nada que me haya hecho tan feliz como ver esa abadía borrada de lo alto de la colina. Me encantó ver el derrumbe simbólico de la tradición eclesiástica y de sus monumentos». Martha Gelhorn, talentosa redactora, rememoró arrepentida: «Recuerdo el bombardeo; cuando oí las tremendas explosiones me sentí contentísima y vitoreé como todos los otros imbéciles».
El monje Martino Matronola, luego abad, relata: «A pedido del Papa, el propio Hitler pidió a los norteamericanos una tregua para evacuar monjes y civiles, principalmente a los ancianos, heridos y niños para que fueran trasladados a lugar seguro. Kesselring solicitó esta tregua esa misma noche». Y el entonces abad testimonió en su momento por escrito: «Attesto per la veritá che nel recinto di questo sacro Monastero di Montecassino non vi sono stati mai soldati tedeschi.» Montecassino 15 de febrero de 1944, Gregorio Diamare, Vescovo Abate di Monte-cassino. (Atestiguo la verdad de que en el recinto de este sagrado Monasterio de Montecassino no hubo jamás soldados alemanes).
Las explosiones sacudieron el cuartel general de Senguer en Castelmassimo: «¿Qué demonios fue eso?», dijo un oficial. «¡Esos idiotas! –no cesaba de repetir Senguer– lo hicieron después de todo. Todos nuestros esfuerzos fueron vanos». Y se trasladó al puesto de comando del gral. Baade, a 7 km de la colina del monasterio, desde donde vieron desaparecer entre el humo el enorme y memorable edificio. Cada vez que éste podía apreciarse resaltaban los daños infligidos. El campanario y la cúpula desaparecieron con la segunda andanada. Las llamas abrazaban los claustros, los muros seguían en pie con negras heridas que los perforaban y surcaban. Cuando la noticia llegó al cuartel general de Kesselring el gral. Westphal preguntó por los daños militares. Se le contestó: «Ninguno. Ni una sola baja.»
La segunda batalla
La segunda ofensiva (o tercera, de considerar las dos fases antedichas por separado), planeada para fines de febrero, comenzó sólo el 15 de marzo, bautizada como Operación Dickens. Al frente: la 6ª Brigada y la 4ª acorazada neozelandesas, junto con la 4ª hindú. Todo precedido por un feroz bombardeo, acompañado por escuadrones suicidas hindúes para engañar a los alemanes. Aprovechando el intervalo entre batallas, éstos trasladaron a primera línea la temible 1ª División de paracaidistas Hermann Goering.
500 aviones aliados arrojaron, sobre el pueblo de Cassino ahora, 1.000 toneladas de bombas y más de 2.500 de explosivos, destruyéndolo por completo. Eacker, comandante de la fuerza aérea aliada advirtió: «Reflexionen los alemanes… Lo que hemos hecho a la fortaleza (sic) de Cassino, lo haremos a todas las posiciones que pretendan defender». El gral. Devers comentó a su vez: «El 15 de marzo creí que íbamos a terminar todo. El bombardeo, el fuego de artillería de 900 cañones y el apoyo de los tanques y la infantería fueron excelentes; a pesar de ello no podíamos alcanzar el primer objetivo. Los alemanes estaban allí, retardando el avance y reforzándose por la noche por medios inexplicables. Fue un resultado desalentador». Terminado el bombardeo aéreo los mencionados 900 cañones abrieron fuego. Un temporal convirtió los cráteres dejados por las bombas en enormes piletas de lodo pegajoso e impenetrable que dificultaba el avance de los tanques aliados. Los que pasaban eran destruidos por los paracaidistas, surgidos como fantasmas. Dice Senger: «Lo que iba más allá de lo que habíamos esperado era el espíritu combativo de esta tropa. Aquellos soldados salían de las ruinas, sótanos y reductos, dentro de los cuales muchos acababan de perder la vida, y ofrecían al enemigo una resistencia tenaz. No hay palabras que puedan describir su heroísmo. Se había vaticinado que aquellos que con suerte sobrevivieran al bombardeo de horas y a las bajas sangrientas, estarían conmovidos y quebrantados… Pero sucedió exactamente lo contrario. Se combatió por más de una semana hasta llegar a un equilibrio de fuerzas, lo que significaba que Cassino continuaba en nuestro poder. Aquí como allá la superioridad en número y el violento embate del enemigo habían fracasado frente a la dureza y el terrible valor de los paracaidistas. No mermo su gloria si menciono esas casualidades que suelen venir siempre en ayuda del valiente en la guerra». (Se refiere así a las
violentas lluvias que favorecieron la defensa). «Errores tácticos del enemigo que los alemanes habían aprendido a evitar, como consecuencia de las experiencias de Stalingrado, facilitaban la tarea de los defensores». En efecto, el amontonamiento de material bélico aliado le creaba a su propia infantería dificultades sin fin. Los errores de ellos lucían clamorosos, sobre todo al comparárselos con el arrollador avance del Ejército Rojo durante esos mismos días. Sorprende comprobar que los alemanes pudieran defender el hotel Continental con un solo tanque, instalado en la recepción.
Desde los suburbios de Cassino intentó tomar la colina del Castillo la 9ª Brigada gurka, pero fue detenida por los morteros alemanes. Desde el Jardín Botánico, convertido en pantano fétido, neozelandeses, maoríes y gurkas buscaron por su parte desalojar a su enemigo de las ruinas del hotel mencionado. Esfuerzos todos inútiles hasta la llegada de la 78ª División inglesa y la 1ª Brigada de la Guardia de Punjab (hindúes). Así, con la estación ferroviaria, parte de la ciudad y la colina del Castillo en manos aliadas, terminó la batalla. Los neozelandeses habían perdido 1.600 hombres y la 4ª División hindú mas de 3.000; como fuerzas combatientes ya no volverían a ser las mismas. Visto el resultado, Alexander ordenó parar las operaciones. El historiador aliado Fred Majdalany dice: «Un árbitro imparcial podría decir que la (para él) tercera batalla de Cassino no fue perdida por los aliados, sino ganada por los alemanes».
Al ordenar Alexander el cese de fuego sus combatientes no habían avanzado gran cosa. Los gurkas fueron evacuados con dificultad, pasando sus heridos a través de las líneas alemanas bajo bandera de la Cruz Roja. Y Alexander reconoció la calidad de sus adversarios: «Es extraordinaria –escribió– la tenacidad de estos paracaidistas alemanes. Estuvieron sometidos a toda la fuerza aérea del Mediterráneo bajo la mayor potencia de fuego jamás vista hasta entonces. Dudo que haya tropas en el mundo que hubiesen podido levantarse y seguir luchando con aquella ferocidad». Y más adelante añade: «Después de nuestro fracaso en romper el frente de Cassino visité el hospital de Caserta para ver a los heridos. Pregunté si había algún alemán. Me respondieron que había algunos heridos graves de la División Goering. Decidí visitarlos y cuando entré en la sala el sargento mayor alemán, pese a sus gravísimas heridas dio una voz de mando: Achtung, Herr General! Los heridos adoptaron posición de firmes en sus camas. Machen sie weiter! exclamé (o sea: ¡Continúen!), de lo contrario habrían permanecido en aquella posición. Menciono este incidente para dar una idea de la clase de soldados que enfrentábamos. Cualesquiera que fueran nuestros sentimientos con respecto a los alemanes, éstos eran extraordinariamente tenaces y valerosos».
En correspondencia con el mismo general, mostraba Churchill su desazón. Freiberg, comandante de los neocelandeses y el más fervoroso impulsor militar del bombardeo no había conseguido, con el doble de las bajas previstas, ninguno de sus objetivos: de los 200 hombres con que quiso tomar la estación sólo volvieron 70, una vez desalojados. Los alemanes, dicen Happgood y Richardson, «retuvieron las ruinas de Montecassino hasta el 18 de mayo y al marcharse lo hicieron por propia voluntad».
La camaradería entre enemigos fue llamativa, como suele ser entre guerreros después de feroces combates cuerpo a cuerpo. Los paracaidistas alemanes dejaban pasar a los enemigos heridos de vuelta hacia sus filas para ser atendidos, mientras los comandantes daban su beneplácito. Dice Majdalany: «Los enfermeros de ambos bandos habían adquirido el hábito de circular por todas partes. Tales obras de piedad en medio de aquellos terribles combates resultaban una ironía fuerte y trágica a la vez». «Me inclino con todo respeto –añade por su parte Senger– ante estos neocelandeses, hindúes y alemanes que, en el curso de esta batalla infernal, salvaban a los demás bajo peligro de sus propias vidas».
La tercera batalla
Tras tamaño fracaso el frente de Cassino quedó paralizado por casi dos meses, salvo los bombardeos aéreos aliados, bastante más eficaces que los ataques terrestres, contra caminos y comunicaciones enemigas. Dice Liddell Hart: «La invasión había degenerado en un proceso de roer y triturar».
El alto mando aliado se concentraba en la operación Overlord (Normandía). Los alemanes habían retirado tropas hacia el frente ruso y la muralla del Atlántico. Cuando comenzó la nueva ofensiva, el 11 de mayo, Senger estaba en Alemania y von Vietinhoff enfermo. Los aliados reunieron 13 divisiones completas ante las 6 disminuidas de Kesselring, tomadas por sorpresa. En la noche del 11 de mayo 1.660 cañones abrieron fuego. La infantería aliada atacó una vez más: franceses y norteamericanos por la izquierda, británicos por el centro y polacos por la derecha. Los alemanes respondieron con su denuedo habitual. Al terminar el primer día los resultados eran decepcionantes. Sólo los franceses habían podido avanzar, desde las montañas Aurunci, poniendo en peligro toda la línea Gustav, porque Kesselring, confiado en la difícil geografía, había desguarnecido ese sector. La 2ª División marroquí, con los incansables goumiers como punta de lanza, capturó el área de monte Majo, separando a la 71ª División alemana del 14º Cuerpo Panzer. Bombardeando sin tregua los aliados destruyeron el Cuartel del Xº Ejército y el puesto de mando de Kesselring. Los británicos cruzaron el Rápido mientras los yanquis avanzaban por la costa. El frente
alemán crujía. Franceses y norteamericanos habían perforado la Gustav, británicos y canadienses llegaron al valle del Liri, a la par que los polacos atacaban Cassino y las ruinas del Monasterio. Desde sus alturas ensangrentadas los paracaidistas observaban un desfile de vehículos aliados que entraba al valle del Liri. El 17 de mayo Kesselring ordenó la evacuación, con la 1ª División paracaidista a punto de ser cercada. El comandante de batallón Veth anotó en su diario: «Imposible retirar a los heridos, el número de muertos y el hedor son insoportables. Las amputaciones se hacen directamente en el cuartel de campaña. Escasea el agua y ya van tres noches sin dormir». Con el repliegue alemán en los montes, el avance aliado fue incontenible. La 3ª División argelina alcanzó la línea Hitler. El IIº Cuerpo americano ocupó Terracina en la Via Appia y permitió al VIº del gral. Truscott, que desde Anzio había logrado abrirse paso a través del 14º Panzer de Mackensen, enlazar con la 1ª División acorazada y la 3ª de Infantería americana en Cisterna. Kesselring ordenó replegar todas sus tropas a la línea César, en los suburbios de Roma, mientras las discusiones entre Alexander y Clark sobre quién entraría primero allí le facilitó las cosas. El 2 de junio ordenó Kesselring el repliegue general y comunicó su decisión a Hitler, quien a su vez dispuso declarar a Roma ciudad abierta y evacuarla de inmediato. El 4 de junio de 1944 las vanguardias americanas de Clark entraban por la Via Appia. Ese día, dice Fuller, si no en cuerpo al menos en espíritu Churchill –nuevo Alarico– entraba en Roma». El 6 de junio el desembarco en Normandía eclipsó en los periódicos el avance aliado en Italia central. El resto de esta campaña es otra larga historia que llevó a los aliados casi un año más de lucha. Algunos comentan que hubiera continuado más allá de mayo de 1945, si en esa fecha no hubiese terminado la guerra.
El ataque polaco
El gral. Wladyslaw Anders –prisionero ruso en 1939– comandaba el ejército polaco, subordinado al mando inglés. Anders sabía qué difícil sería impedir la caída de su país en manos soviéticas. Y no podía comunicárselo a sus subordinados. De hacerlo, ¿cómo combatirían con arrojo? Triste fotografía la del soldado polaco tocando diana en las ruinas del monasterio, festejando una victoria que aparejaría la esclavitud de su patria. Los occidentales –sobre todo Gran Bretaña, su protectora tiempo atrás– la habían abandonado.
El ataque fue preparado hasta el detalle. Disponían de material bélico británico en cantidad. Durante horas la artillería golpeó las posiciones alemanas, pero la infantería fue detenida en su ataque, con gravísima mengua, por el fuego de la Herman Goering. «Las terribles pérdidas, dice el comandante Boehmler, forzaron al gral. Anders a hacer volver a la 5ª División polaca a sus posiciones de partida. A pesar de la superioridad aplastante en hombres y armamentos no habían ganado un solo metro de terreno. Combatieron valerosamente, pero los paracaidistas les ganaron la partida». El 13 y 14 de mayo los polacos atacaron furiosamente otras cuatro veces, siempre rechazados. Los dispersos cayeron bajo la puntería de los tiradores de élite. «Los paracaidistas alemanes, prosigue, podían sentirse satisfechos a pesar de todo y con razón. Montecassino seguía inexpugnable y habían enfrentado a dos de las mejores divisiones del enemigo (la Kresowa y la Karpacka) en las que solo había combatientes experimentados».
Conquistar unos pocos metros de terreno costaba a los polacos decenas de hombres. En cada pliegue de la montaña algún alemán los hacía retroceder. Uno tras otro los polacos se inmolaban, y por un sueño muerto antes de nacer. No lo sabían, mientras ametralladoras y granadas los segaban. Para los alemanes en cambio Montecassino había terminado en símbolo de los paracaidistas jóvenes, como Creta fue para los viejos. Sus compañías eran meros nombres, grupos de seres, agotados por la fatiga y los sufrimientos, que no comían ni dormían como humanos desde hacía tiempo. Pero continuaban luchando, con las últimas granadas y cintas de ametralladoras, para terminar cuerpo a cuerpo con arma blanca. Cassino sería su tumba: muchos lo sabían, pero lo preferían a ser asesinados por la espalda por un partisano o destrozados en un bombardeo. Durante tres meses habían rechazado fuerzas netamente superiores, atrayendo la atención del mundo hacia ese campo de batalla. Ahora partirían en orden, sin haber sido derrotados, ante la admiración de los más caballerescos de sus enemigos.
El 18 de mayo el 12º Regimiento Podolski de la División Kresowa asaltó las ruinas del monasterio, sin encontrar ya resistencia. Sólo heridos graves, de evacuación imposible, al cuidado de enfermeros, y algún soldado sin armas. Por fin, la bandera de una de las naciones aliadas –la polaca– flotaba sobre la montaña de San Benito. ¡A qué precio! Sólo el 5º Ejército americano había perdido, desde el 15 de enero, más de 107.000 hombres, los británicos más de 4.000 y casi 4.000 los polacos, sin contar las pérdidas de los demás aliados. Alexander telegrafió a Churchill: «La toma de Cassino tiene para mí y para mis ejércitos una importancia muy grande». AP escuetamente decía: «18 de mayo. El monasterio de Montecassino conquistado por el II Cuerpo Polaco. Camino hacia Roma abierto.»
La retirada de Kesselring
Senger aconsejó a Kesselring la inmediata retirada de los sobrevivientes de la Goering que, rechazados los asaltos polacos, estaba al límite de sus fuerzas. Pero la División y su jefe, gral. Heidrich, pensaban en mantener sus posiciones «hasta el último hombre», según la consigna de Berlín. Heidrich hizo saber a Kesselring en consecuencia que no se retiraría. Para él sólo había dos alternativas: vencer, o enviar a Berlín las identificaciones de los caídos. Afirmaba que ningún enemigo pasaría donde quedara un paracaidista vivo. Kesselring se impuso. Heidrich entró en razón y comenzó el repliegue. De las trincheras surgieron hombres que dejaron estupefacto al enemigo; cargaron sus armas, ayudaron a alguno a tenerse en pie y se alejaron en silencio hacia el norte. Eran sombras en la oscuridad de la noche. Ibant obscuri sola sub nocte per umbram, dice Virgilio ante una situación semejante (Eneida VI, 268).
Acompañemos en una última reflexión al gral. von Senger: «Existen otras fuentes que brotan desde el fondo del mismo ser, donde encuentran fuerza y tranquilidad los jefes militares sobresalientes. Reconocer el límite frente a todo lo vulgar, nunca el más mínimo acto de violencia perpetrado en inermes, jamás violar el honor del combatiente; ese comportamiento brota de la fe perdurable en todas las cosas sublimes que deben regir nuestra vida. El apreciar la bondad y la belleza de las cosas durante el combate es lo que diferencia al guerrero y al héroe del vulgar combatiente».
¡Cuánta dignidad en derrotas que arrebatan a la victoria sus laureles! Hay algo de conmovedor en los hombres que defienden una posición perdida. ¿No calan más profundamente las historias de ellos que las de los vencedores? ¿No es así ya en la Ilíada?
Los grandes santos, los grandes místicos, pensadores, artistas, los genios y los héroes son formas excelsas de la especie humana. Constituyen un regalo de quien nos creó a su imagen y semejanza, para gloria de las estirpes, de la cultura, de la civilización.
Estas líneas han seguido el paso a temibles guerreros, muchos de los cuales terminaron en héroes. Los antiguos los hubieran cantado. Nosotros los olvidamos. Y este olvido nos condena a una triste desaparición. Porque si la memoria hace que una comunidad persista a través de las generaciones, dentro de ella el canto en homenaje a los héroes sostiene una virtud esencial.


F. v. K.

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