En los años 40, el diseñador Mauricio Amster etiquetaba a Chile como la Melipilla del Universo (por si no lo conocen, Melipilla es una mitad del camino pueblerino entre la urbe santiaguina y los balnearios costeros del Pacífico) y hoy esa Melipilla cósmica se ha convertido en ese lugar del Cosmos en donde encontramos "una autopista subterránea junto a un río utilizado como cloaca a tajo abierto".
Este es el marco ambiental en donde surge un tipo humano que el escritor Oscar Contardo -a continuación- denomina EL PROGRE CHILENSIS, encarnación de un progresismo a la chilena, en el que se funden y confunden, por un lado, un marxismo-leninismo extremista reciclado en el contexto burgués de Europa y USA y, por el otro lado, un consumismo que profita de los exitos de la revolución neo-liberal del Pinochetato.
PETRAS.
LOS CÓDIGOS DE LA ONDA POLÍTICA DE MODA
EL PROGRE CHILENSIS
Cuando se vaciaron las utopías surgió en el medio político chileno la expresión “progresismo” y su sonora encarnación chileno. Aquí, Oscar Contardo, autor de Siútico, define los gustos, inclinaciones y códigos del movimiento que se esconde tras la palabra más usada en la campaña política que termina.
POR ÓSCAR CONTARDO
Hubo un momento en el que ya no bastó con ser de izquierda. La palabra no daba para todo ese imaginario que había que expresar y que estaba constreñido por fronteras y divisiones obsoletas. Ese mundo de modernidad cosmopolita –alejado de las ensoñaciones proletarias de una sociedad más justa y de los pergaminos con poemas de Benedetti – exigía replanteamientos, nuevas miradas, más creativas y con más millajes de vuelo.
Ese momento en el que ya no bastó con ser de izquierda coincidió, o al menos fue cercano, al surgimiento de una derecha que nunca más lo fue a secas, y se autoprescribió un prefijo transformándose en centro-derecha. Si existía la expresión living-comedor, casa-habitación, democracia-protegida o fiesta-bailable, no había razón para no recurrir a la combinación de dos palabras que enriqueciera el campo semántico y borrara las aprensiones de un pasado incómodo a través de la estrategia de la aglutinación de sentidos. Aumentar el follaje para ampliar las posibilidades electorales, en el estilo de la pesca de arrastre, pero con mayor sentido ecológico y más presencia en las poblaciones. Como hubiera dicho un humanista-cristiano: Si bien es cierto era la derecha de siempre, no era menos cierto que también era una nueva. Fue en ese momento –en el que las utopías se vaciaron, se glorificó el futuro inmaculado y la historia se transformó en poco más que un lastre cacareado por los aguafiestas- en el que surgió en el medio político chileno la expresión “progresismo” y su sonora encarnación: el progresista chileno.
Apareció con el declive del concepto “apolítico” esgrimido por las figuras de la televisión y en paralelo a la primera camada de posgraduados de la transición.
Importado y adaptado en armadurías propias, como las antiguas citronetas o los televisores Bolocco de los 70, el progresismo surgió aquí como un guiño entre conocedores de otra cosa distinta a la habitual, un qué sé yo extranjero, mejor, variopinto, multicultural, difuso pero bien presentado que se expresaba en tono amigable, friendly, no rojo, más bien naranja e incluso amarillo, con buenos modales atemperados por la euro-tolerancia, la american way of life, la tercera vía de Giddens y la convicción de superioridad del que viene de vuelta. Porque el progresista puro y duro no se siente heredero de ninguna tradición local, más allá de divulgar que le encanta Chinoy porque es tan auténtico y tiene la ventaja de parecerse a Bob Dylan, al que seguro va a veraunque termine dando un concierto de ronquidos y murmullos. La política local más allá del 73 es una incógnita que no vale la pena despejar. Pedro Aguirre Cerda para él o ella es poco más que una comuna donde ahora va a existir un metro que seguro nunca va a conocer. Demás está decir que el progre no es muy de puerta a puerta, es más de análisis y simposio en la nieve, capuchino en mano porque el progre no te vive en el país; te lo piensa. Y te lo piensa en perspectiva internacional, en la sala de espera del aeropuerto, echando líneas mientras espera el vuelo que lo llevará a Hong Kong. Opina desde ahí, que es lo más parecido a mirar el pueblo desde la colina y corregir el trazado imperfecto con la altura de miras que da el Lan pass.
El progre chileno se halla más en una publicidad de Benetton o en la biografía de Annie Leibovitz que en la historia de los gobiernos radicales o la vida de Amanda Labarca. Es la seducción chic de ese planeta exterior más allá de la línea del Ecuador que se mueve a otro ritmo, un ritmo mejor vestido que descubrió los beneficios de la tonicidad muscular de pilates cuendo el yoga en Santiago era todavía una novedad y nadie aún había escuchado hablar de las lechugas orgánicas.
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En los años 40, el diseñador Mauricio Amster describió a Chile como “la Melipilla del universo”. Una frase iluminada, llena de realidad y repleta de absurdo, como lo son las grandes verdades. Esa Melipilla cósmica que atraviesa el alma nacional nunca ha desaparecido del todo y es lo que hace cojear las ortopedias de la modernidad en lo macro y en lo micro, insuflándola de contradicciones, de obras a corto plazo, de causas miopes y discursos inconsecuentes. Una autopista subterránea junto a un río utilizado como cloaca a tajo abierto; un sistema de concesiones carreteras paralelo a una línea ferroviaria fantasma; una industria del salmón con un auge tan feroz como su derrumbe; un sistema de transporte público con el GPS de los Picapiedras. Una ciudad llena de farmacias para expoliar a las mayorías estresadas y endeudadas. Son los ejemplos Infra de una realidad Macro que no es del todo fu ni del todo fa.
Pero también están los ejemplos Micro de la Melipilla Interior que tiene su mejor ejemplo en la rica variedad de progresismo en la medida de lo posible, de progresistas de sobremesa, modernos al vapor, mentes abiertas de balneario pituco, rubios socialmente ultrasensibles y morenos globalizados con acento neoyorquino. Te mueres lo bueno que es el café vietnamita, lo salvaje que son las playas en Seychelles, lo amorosas que son las ballenas jorobadas de hocico fruncido.
El concepto de progresismo avecindado como una postura blandengue, con la textura de un chicle de fruta que se estira conservando poco más que el olor a frutilla sintética que se agota después de masticarlo un rato. Luego se escupe.
La rebeldía de casa club y la globalización de mimbre con actores siempre atentos a las nuevas tendencias en el marketing de la buena onda y el rizado metódico de las juntas apropiadas, el grupete de boliche noventero que le habla de tú a tú al poder con mayúscula y discute los grandes temas-país como quien planifica la remodelación de la cocina de su casa o el viaje a la playa adecuada. Tal vez la política nunca fue distinta, pero rara vez la trastienda tuvo tanta prensa involucrada, tanta exhibición de posicionamiento de egos con vocación audiovisual en formato Twitter sembrando el evangelio de la catástrofe partidista y el advenimiento de un nuevo evangelio, más chori y con harta gente nueva, que no es lo mismo que gente aparecida.
Porque el progre local es multivínculos y suele fundir la noción de amistad con la de relaciones públicas de manera permanente y en distintos formatos: desde la reunión en el bar trendy pasando por la pandilla literatosa con bulimia verbal hasta el think tank coqueto. Su vida tiende al cabildeo sobre sí mismo y a sobre-explotar su ingenio de niño respondón o del aplicado de la clase que se esfuerza en demostrar su cercanía con el poder detallando las minucias secretas de palacio, las pequeñas pugnas del partido, el retraso mental de los viejos tercios. Porque lo viejo siempre es malo para quienes ven en su fecha de parto un capital político.
Pero aunque hay deseos de ruptura con el pasado y renovación absoluta, ésta nunca se logra. Sobre todo cuando no conviene y el progre tiene un linaje de telenovela latinoamericana con altos índices de parentesco latente en la escena del poder. Otra cosa son las ideas del pasado. Echar mano de ellas va a depender de la estética, porque una cosa es el Estado de funcionario público grisáceo y otra el Cool State con onda. La religión es otro asunto. En el planeta progre el laicismo quedó reducido al agnosticismo individual que difícilmente agarra el cuerpo suficiente para hacerle frente al liberalismo estilo iraní que tan bien se da en Chile. Una especie única de ayatolismo mestizo de libre mercado que despierta el asombro de los especialistas extranjeros en fenómenos paranormales.
Más que una postura política la separación quirúrgica entre Iglesia y Estado deviene en el progresista chileno en un paréntesis de fe que rara vez se confiesa como ateísmo puro y duro, porque la palabra con “a” es demasiado fuerte, demasiado rotunda y el progre no tiene en su ADN la posibilidad de cerrar puertas que limiten el cambio, de mutación. ¿Y si hay vida después de la muerte? ¿Y si a la Maida se le ocurre casarse por la Iglesia en Zapallar? ¿Y si el tío obispo se enoja con la mamá? Una familia pituca bien vale una misa o un colegio que le asegure buena vida a la prole, que no por moderna va a dejar de comulgar.
Eso que antes era mal mirado –darse vuelta la chaqueta, cambiar de bando- ahora puede ser un plus, un atributo de adaptación a las nuevas condiciones, como reemplazar un Blackberry por un Iphone. En un mundo globalizado es posible estar en todas partes al mismo tiempo. Y también en ninguna. Un poco ubicuo y un poco inocuo. Una fórmula perfecta para ser popular entre los disconformes, pero algo fofa como para lograr convicciones y cuajar proyectos más allá de un asado en Tunquén o una liga de fútbol en Chicureo.
El progre se mueve en bandadas reales y virtuales. Porque su vida on line es tan demandante como la off line. Sufre de cierta ansiedad social por lograr popularidad entre sus pares, una ansiedad de visos adolescentes que se refleja en un Facebook al borde del colapso demográfico. Nunca bloquea contactos porque todo suma, cualquier cosa repercute, toda opinión cuenta. Así como no rechaza admisiones a Twitter, escasamente utiliza la expresión “no sé”, porque él (mucho más que ella) siempre SABE, rara vez desconoce y permanentemente opina o twittea, que vendría a ser lo mismo que darle una cuña al reportero amigo, al periodista cómplice que quisiera ser parte del planeta progre pero apenas llega a ser una mera caja de resonancia. Porque el progre sólo se siente a sus anchas entre iguales, aquellos que comparten ciertas referencias culturales mínimas de alta relevancia: el respeto por las minorías sobre todo si tienen buen apellido, la lectura del columnista puntudo, el amigo millonario de pasado revolucionario y el emporio La Rosa. El progre te recomienda libros en inglés, porque el castellano le queda chico. Un idioma de inmigrantes ilegales y de países sin industrialización no es idioma. Por más que estruje el silabario no encuentra la traducción precisa para el enjambre de palabras necesarias para mantener una conversación que valga la pena: empowerment, deprivation, social accountability, gay friendly y un montón de jerga de paper (no puede decir “ensayo”). Todo un paisaje intelectual que sólo se obtiene con el PHD en universidad gringa o inglesa, que es donde usualmente el joven derechoso de familia agraria revienta la burbuja, arroja la burka y (oops!) se vuelve progre en una versión neocon, pero igual de buena onda. Puede que de vuelta le pida explicaciones a la familia, que se vaya a vivir más debajo de la rotonda Pérez Zujovic o se vaya de parranda con aquellos que antes eran los enemigos. Su misión en adelante será la de tender puentes y darle una nueva dimensión al apellido familiar, teñirlo de un dejo bohemio. Algo más a tono con la nueva conciencia social, que es menos odiosa que la de décadas pasadas, más acogedora, casi-casi una parroquia de buenas intenciones en el marco del concepto poor-people friendly cercano al gay-friendly, aunque sin problemas con el vaticano.
El progre siente que en esa apertura a lo desconocido que significa empatizar con la desgracia ajena hay una lección moral que lo engrandece a él más que a la comunidad que habita. Y de aquí se desprende una realidad dolorosa y feroz: Un progre de verdad nunca puede ser pobre, o más bien un pobre nunca puede ser progre. Como bien reza el eslogan “Firme junto al pueblo”, el progre puede sentarse al lado del necesitado, chinchosear en el boliche de mala muerte o engrifarse por el abuso al desposeído, pero el progre no PUEDE ser desposeído, un detalle trascendental si tomamos que hay ricos de izquierda y pobres de derecha. El progresismo local no tiene vocación ni sentido más allá del segundo quintil de ingreso. Pierde consistencia, pierde tono y se vuelve poco más que el guión entre dos palabras.
Mineros Chilenos
Hace 14 años.
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