Hace veinte años descubrí la Ciudad de los Césares
Como todos sabemos, la Ciudad de los Césares es el más viejo y bello mito del imaginario colectivo de Chile. Se trata de una ciudad encantada, existente en algún impreciso lugar de la Patagonia, a la que se conoce también como la Ciudad Errante, Elelín, Trapalanda, Trapananda o Lin Lin. Los relatos de esta urbe fantástica inflamaron a tal grado la imaginación, y quitaron tantas noches de sueño a múltiples generaciones, que fue buscada con un afiebrado frenesí, nunca después visto, en innumerables y fracasadas expediciones, durante toda la Colonia y aún después. Se la suponía tan pletórica de riquezas que las cúpulas de sus torres y los techos de sus casas serían de oro y plata macizos. Su gigantesca campana sería de dime nsiones tales que, de llegar a ser tañida, los golpes de su badajo se escucharían en el mundo entero. Allí nadie nace ni muere y los que la llegan a encontrar pierden para siempre la memoria de su vida pasada. Y al abandonarla, cae sobre ellos el olvido de lo vivido. "Aun cuando la ande pisando", ningún viajero la hallará jamás, se dice, porque una densa bruma la hace invisible a los ojos extraños. Desde Chile fue buscada por el capitán Diego Flores de León y ese cura notable, Luis de Valdivia, así como por otros jesuitas como Diego Rosales, Nicolás Mascardi y Francisco Menéndez.
Pues bien, yo la encontré. Fue hace dos décadas, en pleno corazón de Santiago. Esta vez, la ciudad se había convertido en una revista, de escaso tiraje pero hondo y enigmático contenido meta político, y que hasta hoy sigue existiendo, ininterrumpidamente, gracias a la acerada voluntad de su director, Erwin Robertson, historiador, académico y analista político. Cuesta un poco, al principiante, entrar en ella. Una rara niebla cubre, como en su homónima, esos velados contenidos, donde las ideas tradicionalistas se entremezclan, con habilísimo estilo, a sus temáticas nacionalistas, anti globales, anti yanquis y anti burguesas. Es como si desde los márgenes de lo oficial, esta "Ciudad de los Césares" alzara sus torres, intentando un porfiado y quijotesco aporte al pensamiento político de Chile. Sus editoriales, escritas por Robertson, son de los más lúcidos análisis de la contingencia nacional e internacional que se es criben en Chile.
Hay allí algo que escasea hoy más que el petróleo, e incluso más que la honestidad: pensamiento. Son vitales todas las miradas inteligentes, todas las perspectivas originales, todos los pensamientos divergentes, cuando lo políticamente correcto, el horror al disenso, ese nauseabundo ir sólo a favor de la corriente, se han tomado nuestra cultura. "Ciudad de los Césares" es un ejemplo único de coraje intelectual y consecuencia. Jamás apoyó "Ciudad de los Césares" al gobierno bonapartista de Pinochet ni al neoliberalismo.
Sus artículos van desde la mitología griega o hindú hasta las mal conocidas teorías de Alexander Dugin y los nacional-bolcheviques, y destellan en sus páginas sus ensayos filosófico políticos, con los que no hace falta en lo absoluto estar de acuerdo, pero que se vuelven puertas y ventanas en la asfixiante realidad de los cuoteos, la política de las calculadoras y la ramplonería que nos están envenenando. Celebro el día en que me encontré con esta mítica ciudad revista. Celebro su existencia con plena honestidad intelectual, más allá de todo cálculo o melindre oportunista. Por la gracia de Dios, o de quien sea, yo no rindo cuentas más que a mi consciencia. //LND